Hay momentos puntuales de la vida que se quedan grabados en la memoria, aunque realmente su valor sea insignificante en relación a otras ocasiones más relevantes para el ideario colectivo. Este recuerdo me lleva a mis quince años, cuando cursaba cuarto de la ESO. Fue el último año en que asistí a clases de matemáticas, ya que a partir de Bachillerato cursé Humanidades y posteriormente la carrera de Filología Hispánica. Nunca me ha resultado difícil enfrentarme a las ciencias o a los números, incluso puedo decir con cierta satisfacción que obtuve calificaciones de sobresaliente en ese último año, pero mi interés no se dirigió hacia el campo científico, sino hacia el campo humanístico (arte, letras, etc.), aunque siempre me he considerado una persona abierta a cualquier tipo de conocimiento humano, en toda su amplitud.
En esta ocasión, nos acercamos a uno de esos momentos en que la clase está en silencio, vuelan los bolígrafos por el papel y se nota cómo los alumnos meditan sobre las cuentas del examen. Es curiosa la trivialidad: un problema típico, averiguar la edad de un hijo dentro de cinco años, sabiendo la edad actual del padre y una serie de datos para realizar el algoritmo. Sencillo, aplicando la lógica y los conocimientos adquiridos. Y la profesora paseándose, como creo que debe hacerse, entre las mesas, vigilando, leyendo por encima (cosa que como alumno me ponía nervioso), y atenta a la situación. Justo acababa de terminar ese problema matemático, cuando al pasar por mi lado, tras un rato mirándome, declara ante toda la clase: El tiempo pasa para todos.
Varias cabezas levantadas preguntándose a qué se refiere, algunos se encogen de hombros, hay quien se atreve a preguntar que qué quiere decir. Nada, nada, que el tiempo pasa para todos, solo eso. Y yo regreso a mi examen... El tiempo pasa para todos. He pensado mucho en aquella frase desde entonces. Es una verdad rotunda. Es tan sincera que roza la solemnidad. Incluso tiene un deje enigmático, un punto de nostalgia. Quizás sea una realidad que ignoramos ocasionalmente. Recuerdo que cuando más he notado que alguien crecía, era cuando hacía tiempo que no lo veía.
A veces pienso que un profesor no debiera favorecer a nadie porque sí. No creo que lo hiciera conmigo, porque también se lo recordó a todos. Pero en cierta forma, no pudo evitar aquella forma sutil de recordarme que sí, que había sumado cinco años al hijo tras obtener el resultado final, pero que para mí, el padre seguía teniendo la misma edad y no le había sumado los cinco años que habían pasado.
Hace varios años, cuando era adolescente, el mundo cultural me parecía mucho más sencillo que con la perspectiva que he ganado con el tiempo. En gran medida, cuanto más he aprendido de la literatura a través de mi carrera y de mis lecturas, mejor he podido percatarme de los parámetros que marcan la calidad de una obra literaria, aunque también he aprendido que esos parámetros depende del enfoque con el que estudies o analices determinada creación. Pero en ese estudio, que generalmente rehuye lo subjetivo para buscar la objetividad "científica" (si acaso existe), siempre, a lo largo de todos estos años, se ha desechado cualquier valoración personal e intrínseca de la persona y, a la vez, se han vapuleado todo lo que se ha denominado de forma artificiosa como mala literatura, generalmente desde cierta tendencia elitista.
Cuando me detengo a contemplar el cementerio de obras que esos comentarios han dejado a su paso, me he dado cuenta con qué facilidad se han finiquitado gran parte del tipo de novelas que me incitaron a continuar por el camino de la literatura, a prender la llama del interés por saber más, por conocer más, por leer más. En cierta forma, esos libros se convirtieron casi en un vicio inconfesable, a pesar de que me habían proporcionado horas de entretenimiento, de cierto ejercicio mental, comprensivo e imaginativo. Todo se reducía finalmente a los bodrios y a la literatura digna. Y en gran medida el corazón de mi yo adolescente se sentía adolecido. Aunque, en el fondo, siempre he comprendido que esas personas que hablaban desde el estrado tenían razón. Al menos, a medias...
Quizás por todo ello, quizás también por mi carácter, he perdido el entusiasmo que caracteriza a un fan por aquello que le gusta. Tampoco es que lo llegara a ser antes, la verdad, pero algo había. Me contento ocasionalmente con poder ver un libro firmado, con acudir a algún concierto, con hacer determinadas cosas pero sin esa sensación de manía persecutoria. Sigo rehuyendo al final de los últimos lanzamientos y estoy actualmente inserto en una vorágine de lecturas que se corresponden a los titulados clásicos, esa buena literatura. Y disfruto, ese factor no se ha perdido. He encontrado el placer en leer tanto a Galdós como un romance medieval, en divertirme con el ingenio de Quevedo o sentir un escalofrío al leer a Cernuda. Incluso dentro de este mundillo siempre reivindicaré cual fan enloquecido a un poeta tan olvidado como Vicente Aleixandre. Pero todos estos grandes nombres no me impiden repasar la estantería de mi casa y ver esos títulos malos, esos bodrios y sentir la tentación de perderme en sus páginas. De buscar la misma evasión que muchos otros lectores en el mundo. Y encontrar que no todo es tan oscuro ni todo es tan blanco.
Mi conclusión es ecuánime y aristotélica, moderada en cierta forma. A mi forma de ver, existen dos ejes, dos ejes muy evidentes y que suelen provocar la confusión de muchos lectores que tratan de puntuar una lectura. Son dos ejes que rigen el análisis personal de una obra: el eje de la calidad y el eje del gusto. Si somos lectores entrenados (rehuyo decir buenos lectores, eso queda relegado para quienes piensen que existen los malos lectores), seremos capaces de discernir cuándo una obra es buena y cuándo mala dentro de determinados parámetros (la comparación con otras novelas similares, su aportación al mundo literario, su inclusión con la tradición, su influencia en obras posteriores, su estructura, su capacidad expresiva...), pero también de saber si nos ha gustado o no a pesar de sí misma. Porque sí, podemos reconocer que una novela no es una obra maestra y, sin embargo, también que hemos disfrutado mucho de ella. Porque no, no todos los libros (ni películas, por cierto) son obras maestras y, mucho más importante, tampoco lo pretenden.
Quizás por eso no me complacen aquellas críticas que se pasan de frenada, aquellas que no son capaces de valorar nada positivo de una obra (aunque seamos sinceros, también hay obras que no hay por dónde cogerlas) o, por contra, que no son capaces de observar ningún defecto en su visión positiva e idealista de un libro. Cuando repaso algunas lecciones (y me refiero a lecciones inconscientes) que me han dado determinados profesores, me he percatado de un hecho curioso: el profesor que me hizo enamorarme del Quijote, ante el cual mostraba también un gran entusiasmo, fue también la misma persona que me hizo observar sus defectos, porque los tiene, y eso no resta valor ni importancia a la obra.
Hace poco comenté en una reflexión que a cualquier lector podría gustarle o no esta célebre obra española, pero por mucho que se empeñe, no podrá negar su calidad, al menos no dentro de los parámetros de su época o de su influencia, o incluso de haber sido en muchos casos la primera obra en reunir unas características tales como para considerarla la primera novela moderna. En efecto, te podrá no gustar por mil motivos, pero resultará difícil (sino imposible) defenestrarla como obra literaria. Por cierto, también es frecuente encontrar entre los motivos para que no te guste algo, no haber alcanzado una interpretación satisfactoria de lo que lees, es decir, un cierto grado de incomprensión bien porque sea intrínseco a la obra (que esta sea difícil de por sí o que su desarrollo sea nefasto), bien porque no se cuenta con la requerida preparación (porque no nos engañemos, hay muchos libros cuyas claves residen en cosas extraliterarias, por lo que resultará imposible que nos guste sin dominar esas claves).
Sobre esta cuestión aquí desarrollada, digamos mi teoría de los ejes de calidad y gusto (que es un nombre extravagante, pero muy al caso), me gustaría resaltar dos aspectos. El primero tiene relación con los prejuicios literarios. El segundo, con la educación literaria. En el primer caso, un repaso a la historia literaria nos hará ver cómo obras que tuvieron éxito en su momento han podido ser olvidadas o pasar por épocas de "oscuridad" hasta ser recuperadas con posterioridad, así como obras que fueron machacadas por la crítica de su momento y después han gozado de un prestigio inaudito, lo que demuestra que en muchas ocasiones los parámetros de calidad (el canon) no tienen la razón absoluta. En cierta forma, me gustaría aquí reivindicar una situación que, creo y espero que sea así, está variando en los últimos años: la situación de los conocidos como géneros menores, tales como el género negro, la fantasía, la ciencia ficción y algunos otros, que siempre han sido mirados con ciertos desprecio.
Como pasa en todos los casos, existen obras buenas y malas, algo que no podemos dudar y que, reitero, sucede en cualquier género, pero denigrar toda una serie de obras por pertenecer o adherirse a un género, es un prejuicio que impide ver más allá de las etiquetas y, por tanto, alcanzar una valoración justa. Especialmente cuando lo hacemos en un eje de calidad, suponiendo que toda la ciencia ficción es mala per se, cuando en verdad se trata de un gusto personal: no me gusta la ciencia ficción. Pero ojo, caer en el movimiento centrípeto de leer un único género o tipo de literatura de forma exclusiva es igual de pernicioso, porque al final no crecemos como lectores, sino que nos enclaustramos. En relación a toda esta cuestión, también resulta ridículo ver cómo hay personas que opinan por tendencia, aún sin haberse acercado a la obra que critican o, peor aún, sin tener un criterio personal sobre la misma. Por eso, prefiero no opinar nunca sobra una obra que no he leído con mis propios ojos.
El segundo punto tiene relación a mi pensamiento sobre la educación literaria, que no desarrollaré aquí de forma completa, pero quisiera marcar un punto esencial. Creo que el sistema generalizado, en el que yo me eduqué y que por experiencia ha sido el mayoritario para muchos (¡ojo, me baso en datos de mi propia investigación de TFM, así que no me invento nada!) está equivocado. El sistema se basa en convertir la lectura en una obligación, pero considerando que "x" obras son las adecuadas para todos los alumnos, independientemente de su individualidad (esto es, sus gustos personales, su forma de ser, su nivel como lector).
Y aquí entra un aspecto aún más nefasto: hay determinados alumnos que comienzan a ser lectores gracias a los bodrios que antes mencionábamos y eso puede conducir a un rechazo por parte del profesor (no voy a generalizar, espero y deseo que ya haya profesores de todo tipo, aunque esta situación la viví personalmente). Un rechazo que puede partir del desconocimiento ante toda una serie de obras por caer, de nuevo, en las etiquetas y, sobre todo, en la incapacidad para comprender que algo de tan poca calidad pueda gustar o servir de puente hacia otras lecturas a nuestros jóvenes. En este caso, creo que el rechazo a lo que a ellos les gusta puede llevar posteriormente al rechazo de lo que nosotros proponemos (o peor, obligamos).
En lugar de eso, la opción que prefiero es la de trazar líneas, puentes, hacia otras lecturas. En un ejercicio de literatura comparada, intentar unir lo que a ellos les gusta (eje del gusto) con lo que nosotros consideramos que se relaciona con ese gusto y que es de calidad (eje de calidad), otorgando no una, sino varias opciones. Eso supone un trabajo por parte del docente, lo admito... ¿pero acaso debe existir un profesor de literatura que no sea capaz de tener tales recursos, de llevar a sus espaldas cientos de lecturas o, al menos, conocerlas? Aquí corto, que como decía Michael Ende, esto es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
En definitiva, lo que he tratado de reflexionar con vosotros es sobre esas tendencias a calificar o descalificar toda una serie de obras sin encontrar lo positivo o negativo que puede haber en ellas. Sé que a veces gusta encontrar una irónica y satírica crítica sobre algunos libros o películas, sobre todo porque esa crítica se convierte en un tipo de lectura muy atractiva y, en ocasiones, inteligente, pero cuando nos propongamos evaluar seriamente una obra, debemos tomar una decisión: ¿será cuestión de calidad, de gusto... o de ambas? En ello radicará nuestro enfoque.
Y ahora os pregunto, ¿cuál es vuestro enfoque a la hora de valorar una obra?
Un libro no existe en tanto alguien no lo lea. Y nunca nadie lee el mismo libro.
1. El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla.
2. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en sus respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos.
3. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.
(Artículo 3 de la Constitución española de 1978)
La existencia de la pluralidad lingüística en España es evidente: castellano, gallego, euskera y catalán conviven en el territorio nacional junto a todos sus dialectos, incluyendo además los casos menos reconocidos, como el aragonés o el asturleonés. De manera oficial, como muestra el artículo 3 de la Constitución española, España se enorgullece de esta pluralidad, que forma parte así de su patrimonio cultural y debe ser respetado y protegido. Pero estamos de nuevo ante una versión oficial frente a una situación real.
Siendo claros, es mentira que toda España sea plural, sino que determinadas zonas del territorio español tienen más de una lengua, es decir, son comunidades bilingües, una cuestión que enriquece lingüística y culturalmente a quienes lo son. El problema reside en cuando este motivo de orgullo se convierte en arma política, dejando de ser una cuestión cultural para empezar a dividir, cuando realmente las lenguas, como medio de comunicación, deberían servir para unirnos más.
Cuando nos acercamos al estudio de la situación lingüística del país, se nos refiere esta necesidad de orgullo y enriquecimiento que supone la diversidad lingüística, pero la falacia es patente: nos piden ser felices con algo que, por sí mismo, no nos produce ninguna felicidad. Esta situación es especialmente evidente cuando no somos practicantes de esa variedad, cuando realmente nos resulta ajena y cuando, por la inoportuna acción política, nos parece siempre un objeto de discusión y no un bien preciado.
Mapa "Dialectos del castellano y otras en lenguas en España", de Martorell, recogido en Lenguas y dialectos de España (1994), de Pilar García Mouton. Editorial Arco Libros: Madrid. Disponible bajo licencia CC BY-SA en Wikipedia.
No faltan en este ardiente debate numerosos errores de nomenclatura, vagas definiciones que no se corresponden con la realidad y donde prima más la subjetividad que el auténtico rigor. Hay incluso quien llega a afirmar que el catalán es un dialecto del castellano, denotando que no conoce el auténtico significado de dialecto y si acaso se puede seguir hablando de dialectos con tanta ligereza. Surge aquí el mismo problema que con términos que se han quedado anclados en el imaginario colectivo, pero que siempre son origen de debate entre los estudiosos: ¿es válida, por ejemplo, la denominación generación (del 98, del 27...)? Actualmente, la mayoría señala que no, pero que cumple una función pedagógica clara, gracias a lograr clasificar un periodo literario. Quizás lo mismo sucede con el término dialecto.
Nos resulta más sencillo encorsetar fronteras lingüísticas en un mapa, cuando la realidad es que esas líneas son realmente vagas. De la misma forma que ninguna persona se acostaba medieval el 31 de diciembre de 1491 y se levantaba renacentista el 1 de enero de 1492, no existe una diferencia total entre una de esas líneas dibujadas en el mapa. Incluso es más: tampoco dentro de los territorios hay un habla común. Centrándonos en Andalucía, por ejemplo, podemos observar gracias a los estudios que se realizaron en los años 60 con el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA, para los amigos, y en adelante) que existe diversidad en la comunidad autónoma, que hay diferencia entre un almeriense y un sevillano, o que existe una frontera lingüística entre la parte occidental y oriental. Y aún así, siempre hay excepciones, porque siempre las hay.
Incluso podemos percibir cómo de anticuado se ha quedado el estudio, realizado en una época donde la televisión no era aún de masas, y más si tenemos en cuenta que el objetivo era encontrar a personas que tuvieran poco o ningún contacto con la televisión, que no hubiera viajado y que fuera lo mayor posible. Pero aún su valor es incalculable y nos ofrece datos muy interesantes, aunque estos no sean el tema primordial de este artículo.
Mapa 1822 del ALEA donde se muestra la división en la preferencia entre ustedes y vosotros
La línea que nos muestra el mapa 1822 poca relación tiene con una frontera política y aún así tan solo nos ofrece la idea de una realidad gramatical y léxica (con algunas diferencias fonéticas), distantes aún de los resultados que arrojan otros mapas. Esto nos sirve de ilustración para desmontar el mito de los dialectos como compartimentos aislados. En estos casos prefiero referirme al continuum dialectal, a una gradación geolingüística donde hay zonas puras de ciertos fenómenos contrarias y zonas mixtas.
Ahora bien, ¿es el catalán o el gallego un dialecto del castellano? No, en ningún caso. Ni, obviamente, el vasco o euskera, una lengua cuyo origen sigue siendo enigmático y también objeto de debate, pero que dista de ser románica como las otras tres mencionadas. El castellano junto al catalán y el gallego sí son dialectos históricos, pero no del primero, sino de otra lengua: del latín. Las tres son distintas evoluciones del latín y, por tanto, lenguas romances o románicas, como sucede con el italiano, el francés o el rumano. Por ello tienen tantas similitudes, aún más si recordamos el continuum antes mencionado.
Muchos recursos del catalán, por ejemplo, se asemejan a la evolución francesa, italiana o gallega antes que a la castellana, por distintas razones diacrónicas que poca relación tienen con la situación sincrónica actual de cualquiera de estas lenguas; es decir, que todas ellas evolucionen desde el latín con diferente resultado no tiene relación con su estatus actual en cuanto lenguas independientes, pero hermanadas. No en vano, y siguiendo el símil familiar, castellano, catalán y gallego son lenguas hermanas, hijas de una misma madre, el latín. Por tanto, son lenguas y no dialectos entre sí. Aún más, las lenguas necesitan de cierta resistencia política que, de no existir, merma su existencia, como podemos comprobar con los casos del asturleonés (y bable) o del aragonés, casos especiales en los que no nos detendremos ahora.
La evolución histórica, relacionada con la conquista del territorio peninsular por parte de los reinos cristianos, propició precisamente la expansión del gallego-portugués por toda la costa atlántica (de ahí las semejanzas entre el gallego y el portugués, de la misma raíz común, aunque con el tiempo más distanciadas en la forma), del catalán-valenciano-balear por la costa mediterránea y las islas y, finalmente, del castellano en una expansión en forma de cuña desde el norte hasta el sur, ocupando lo que hoy conocemos como Andalucía.
Portada del Libro de alabanças... (1574)
Por otra parte, como hemos comentado con respecto al gallego, también el catalán tiene sus propias variantes, pues como he podido observar y escuchar por parte de hablantes de esta lengua, existen diferencias entre el valenciano, el ibicenco, el mallorquín o el catalán (entendidos todos como variantes que recogen el nombre geográfico: de Valencia, de Ibiza, de Mallorca, de Cataluña). Incluso esta ha ocasionado debates internos: ¿es el valenciano una lengua o se trata de un dialecto del catalán? ¿Por qué se conoce como catalán al catalán y no como valenciano? Etcétera. Debates en el que, por desconocimiento, no entraré. Solo puedo atestiguar que la antigüedad de este tipo de debates ya estaba presente en el siglo XVI, como muestra el Libro de alabanças a las llenguas hebrea, griega, latina, castellana y valenciana (1574), deRafael Marti de Viciana.
Regresando finalmente al tema central, tenemos aquí numerosos debates, pero la realidad es que convivimos en un territorio donde se manifiestan diferentes lenguas, con una común en todo el territorio y otras que solo están presentes en determinadas zonas y/o comunidades. En estas últimas, se realizan políticas lingüísticas para defender, instituir y fomentar el idioma que consideran propio, con toda su legitimidad, pero esto crea discrepancias que van contra la pluralidad lingüística (elemento tan defendido en la teoría).
No estamos faltos de anécdotas de usuarios que se encuentran con una especie de muro lingüístico cuando emplea el castellano en algunas de estas zonas, últimamente y especialmente sucede con Cataluña. Personalmente, tengo una vivencia personal similar. Y resulta extraño ese muro, ese orgullo de responder en un idioma distinto cuando se es bilingüe, pero no es una cuestión lingüística, sino que depende en muchas ocasiones de la educación o, incluso, de la ideología de la persona en concreto. También se pone el ejemplo de que esto no sucede con un turista extranjero (inglés, alemán, etc.), lo que nos da señas de que no se trata de una circunstancia lingüística, sino de algo relacionado con política y sociedad. No podemos recurrir a estos argumentos para hablar mal de un idioma o para degradarlo. Aún menos en un país que defiende en su Constitución respeto y protección para todas sus lenguas. Y eso incluye también a los cargos políticos, de cualquiera de las partes. Sobra recordar algunas de las declaraciones que tanto daño social causan empleando ideas lingüísticas (o incluso tópicos rancios) como armas.
Llibre del fets
¿Cómo solucionar esta visión tan errónea de nuestra riqueza lingüística? Mediante aplicaciones políticas lingüísticas, algo que se ha llevado a cabo en las comunidades bilingües, pero no a nivel estatal. Las resoluciones a nivel estatal son algo irrisorias, pues no atienden a la realidad diaria, sino a gestos en mucho caso decorativos.
Puede resultar una utopía, pero quizás una solución viable, que desde aquí propongo personalmente, sería convertir a España en un país plural lingüísticamente en todos sus territorios. Por ejemplo, en un país multilingüe resulta curioso que no se ofrezca gratuitamente o de manera institucional una enseñanza en esos idiomas, ni siquiera la opción. Si se ofreciera, si el catalán, el gallego o el vasco entraran en la vida de castellanos, andaluces, madrileños, extremeños, etc., quizás la visión de los ciudadanos cambiaría, porque estos idiomas comenzarían a ser suyos, y ellos mismos serían plurales. Promocionarlas, enseñar en ellas y, no hacerlas globales, pero sí estatales.
¿Cómo podría mejorar esta propuesta la situación actual? Si, como se defiende, la pluralidad es riqueza y nos ofrece una mejor visión del mundo y de la cultura, que esto sea accesible para todos solo permite el enriquecimiento y acabaría con las diferencias de trato hacia los idiomas, pero también hacia una situación social de división. Además, seríamos capaces de acercarnos a obras en su idioma original, como la épica valenciana de Tirant Lo Blanch, las poesías gallegas de Rosalía de Castro o la considerada primera novela en euskera, Peru Abarca, de Moguel. O acercarnos y entender mejor grupos musicales que usan estos idiomas, ganando además en impacto al abrirse a más oyentes que los comprenden (aunque en muchas ocasiones la calidad musical no la requiera).
Sin embargo, la preferencia es buscar un espacio de diglosia, de cierto racismo lingüístico, sea de una o de otra parte. Dividir en vez de enriquecer. La elección de un único idioma en un territorio donde conviven hablantes de distintas lenguas es reducir un mundo que ofrece muchas posibilidades.
Y dejar de emplear una lengua como arma.
Lo bueno en los grandes poetas de todos los países no es lo que tienen de nacional, sino de universal
Henry Wadsworth Longfellow
Nota final: Los comentarios están abiertos al debate, pero siempre de forma educada y razonada. No se aceptarán insultos u ofensas.
Anécdotas (I): El tiempo pasa para todos