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18:00

La encrucijada catalana

No hay otra forma de comenzar este texto que expresar el hastío que me causa toda la cuestión de la independencia catalana así como tantos otros supuestos debates políticos que se encargan de apuntar al dedo de quien apunta y no al problema, ni mucho menos a sus posibles soluciones. A partir de aquí, ¿qué se puede decir que no se haya dicho ya? El tema ha dado tanto de sí que hay consignas por todas partes, diversas reflexiones aplaudidas según el bando y el silencio, el inmenso silencio, de quienes estamos hartos. Hartos de todos y de todo, de no haber sabido explicar, dialogar, ni mucho menos crear una conciencia política que se alejara de extremismos, claro que es lógico y normal que haya sido así, porque es la forma en que se ganan votos fácilmente. Hoy es domingo 1 de octubre y lo que vemos en las noticias es la violencia y el final, o el principio, de todo un proceso que ha sido vergonzoso. Pero vayamos por partes.

Para empezar, considero que todo el proceso que nos ha llevado hasta aquí ha sido mal desarrollado por todos los bandos, como demuestra la crispación social que hoy contemplamos en los informativos y periódicos, tanto en Cataluña con enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y la ciudadanía como en otros lugares de España donde ha habido manifestaciones de los bandos. Seguramente, quienes me leáis querréis que me posicione, que diga si soy independentista o no, o en todo caso, si estoy de acuerdo con el derecho a decidir. Creo sinceramente que ninguno en el modo absoluto en que se han mostrado. 


Por una parte, después del fracaso del diálogo o la búsqueda de consenso, ya fuera por el silencio de unos, por la tozudez de los otros, el gobierno central ha tomado la vía legal para detener la situación. Es decir, la negativa del gobierno central a la petición de los independentistas viene motivada por la Constitución española, que, como ya sabemos, expresa el carácter indisoluble de la nación, lo que no permite, por tanto, que una región pueda independizarse. Siguiendo con la cuestión legal actual, para que el gobierno pudiera permitirlo, tendría que plantearse la reforma de la Constitución en el Congreso, aprobarse, realizar un referéndum en toda España y que la población lo aceptase, tras lo cual Cataluña, o el País Vasco, o cualquier otra región, pudiera realizar el referéndum para su independencia. En este sentido, si incluso el Partido Popular lo hubiera aceptado sin más, el Tribunal Constitucional lo podría declarar ilegal, porque a fin de cuentas, para ello existe la división de poderes, para que el poder legislativo no puede saltarse las leyes a su antojo, aunque hayamos tenido en muchas ocasiones la sensación de que lo ha hecho.

Precisamente, otro de los problemas principales con esta negativa del gobierno es toda la connotación negativa que ya llevaba tras de sí el Partido Popular, que tiene en su historial una constante acción represora contra políticas sociales progresistas, como podríamos recordar respecto a las uniones entre homosexuales o contra el aborto. En este sentido, no han sido capaces de buscar una vía intermediaria, sino que han demostrado que su vía preferente es el juzgado y no la política. Es más, si hubieran seguido esa vía de una forma adecuada, una vez que el referéndum catalán ha sido declarado ilegal por el Constitucional, no hubiera sido necesario desplegar toda esa fuerza policial ni buscar más conflictos, sino simplemente hubieran podido no aceptar el resultado de la votación o incluso retirar las urnas o papeletas sin violencia, sin fuerza alguna. No solo porque hemos podido ver daños materiales en centros públicos cuya reparación tendremos que pagar con nuestros impuestos, ni siquiera por el daño a la imagen de España y Cataluña, sino sobre todo por el daño humano, por las imágenes brutales donde no falta la actitud agresiva, el vandalismo ni la sangre.


Por otra parte, tenemos toda la cuestión del valor y la importancia de un referéndum de este calado. Estamos hablando de un proceso que cambiaría radicalmente la idiosincrasia del país y de la comunidad autonómica afectadas, por lo que no puede tomarse a la ligera, como se ha hecho y estamos contemplando: sea cual sea el resultado que el Govern vaya a mostrar, ¿cómo lo podremos creer habiendo visto que no ha existido un control exhaustivo ni un sistema de garantías de que la votación no ha sido manipulada? Porque el mero hecho de que exista una sola duda sobre la votación la invalidaría en una democracia solvente. Como hace poco señalaba Loulogio, si considero que mi papeleta va a tener distinto valor que la de mi vecino, por muy diferentes que sean nuestras posturas, no puedo aceptar la votación si estoy a favor de una democracia justa. 

Precisamente, sobre una decisión de esta importancia no creo que se debiera tomar a la ligera. Quisiera aquí desviarnos ligeramente para reflexionar sobre la votación democrática: existen decisiones que cambian la idiosincrasia de un país hasta tal punto que no considero que debiera aceptarse una participación baja. Por poner un ejemplo, si en este referéndum votara un 20% de la población y ganara el sí de la independencia por un 51%, realmente solo se trataría de un poco más de la mitad del 20% de la población, es decir, apenas un 11% de la población tomaría una decisión que afectaría al 89% restante. Se trataría, por tanto, de un acto de irresponsabilidad democrática no solo de los organizadores, sino también de la población. Pero si una mayoría considera que esa votación no tiene validez, es lógico que no voten, por lo que ni siquiera sería un sondeo aceptable.

Sucedería igual con la decisión en torno a la monarquía o la república. Personalmente, es un tema que me resulta indiferente, considero que lo realmente importante en el sistema político es que, siendo democrático, funcione sin corrupción y con políticos que sepan ejercer una labor de liderazgo, concordia social y administración que sirva para el bienestar de la ciudadanía, sin importarme si se llama A o se llama B. Podremos debatir sobre la cuestión económica o ideológica, pero al final, lo relevante es que, sea monarquía o república, funcione bien, porque sabemos que han existido y existen países con repúblicas nefastas y monarquías brillantes o monarquías aborrecibles y repúblicas espléndidas. Obviamente, si se trata de una monarquía, requiero que se trata de una monarquía sin poder, representativa sí, pero sin privilegios excelsos, que no esté por encima de la ley, lo que también me lleva a plantearme una duda: si un político republicano se queja de que el rey no se involucra ni denuncia a otro partido por su comportamiento, ¿no está yendo en contra de su ideología o incluso en contra de la consideración de que en una monarquía parlamentaria y democrática, el rey no puede tomar posición a favor de ningún bando?


Por último en este apartado, debemos ser conscientes de que estas decisiones son rotundas, sí, ¿pero hasta cuánto tiempo? Tras prácticamente cuarenta años de Constitución, no paramos de cuestionarla, valgan los ejemplos del debate sobre la monarquía o sobre la independencia, lo cual es un reflejo comprensible de las distintas ideologías, pero, si la modificamos, si realmente se lleva a cabo un referéndum para cambiar cualquiera de estas cuestiones, pero no sale un resultado favorable al cambio, ¿se reiterará el deseo de cambio tras cinco, diez, quince años? ¿Y si es al revés? Si Cataluña se independiza, ¿pueden volver a votar en quince años para regresar? Si España se convierte en una república, ¿dentro de cuarenta años podría volver a ser una monarquía? Sí, hoy hay muchos políticos a favor de cambios de gran envergadura, pero salvando un gran consenso social, un consenso de amplia mayoría, que me parece hoy por hoy improbable, siempre tendremos grandes grupos insatisfechos, cuyo número variará según la cantidad de problemas que tenga el país. Porque, curiosamente, estas ideas de cambio cobran más fuerza y presencia social cuando las cosas van mal, aunque hayan estado siempre presentes, al ganar a adeptos que consideran que este tipo de cambios van a modificar lo que sucede en sus vidas. Hoy discutimos sobre la independencia catalana, ignorando la situación de la sanidad y la educación, del paro, de la pobreza cada vez mayor, de los problemas que podrían solucionarse si se pusiera empeño en ello y no en seguir gritándonos y tú más.

Y sí, me podríais rebatir que estas cuestiones son muy relevantes, que no podemos esperar a tenerlo todo solucionado para debatirlo, o que incluso cuando esté todo solucionado, el debate se diluiría demasiado como para tener fuerza suficiente como para llevarlo a cabo, pero es que a fin de cuentas esto es una piedra en el tejado del otro lado. Sí, en el tejado del gobierno central, que debe comenzar no a ceder, no se trata aquí de un tira y afloja, sino a comenzar a comprender a su propia nación, a su diversidad, y a darle valía y respeto. Sobre ello ya comenté la idea del falso orgullo de la pluralidad lingüística y se podrían seguir comentando muchos otros aspectos a cambiar en nuestra sociedad, pero hoy no parece ser el tema.

Para finalizar, quisiera reflexionar sobre algunos mensajes vistos en los últimos días. Por ejemplo, la consigna que se ha podido leer en las calles de Barcelona y de Cataluña ha sido Votem por ser lliures (Votemos para ser libres), lo cual me parece contradictorio: poder votar supone tener libertad para hacerlo, pero hasta el propio hecho de poder expresar tus discrepancias con tu país es también una muestra de libertad. Claro que esta propaganda refleja la idea de que el  hará libres a los catalanes frente a un estado, el español, que ha sido catalogado por sus dirigentes como represor; sobre estas cuestiones hablaremos al final. Retornando a la libertad de expresión, cuando en los últimos días se ha procedido a arrestar a distintas personas por la organización del referéndum, se ha procedido según la ley española y la decisión del Constitucional, pero no porque estas personas pensaran de forma distinta, por lo que no pueden ser considerados como presos políticos. Por ejemplo, si consideramos que Otegi fue un preso político, estaríamos obviando que perteneció al grupo terrorista ETA. Es más, si realmente el Estado fuera represivo y creara presos políticos en la consideración de los políticos independentistas, se hubiera arrestado a Puigdemont, Junqueras o a dirigentes del PNV en el pasado por sus declaraciones.


De la misma forma que no se arresta a alguien por ir a una manifestación en pro de la república o en contra del aborto. Sin embargo, hay varios matices. Por una parte, mi repudio al uso de niños en cualquier manifestación de índole política, sea la que sea. Por otra parte, el uso de ciertos símbolos que debieran en realidad estar prohibidos. Entiendo a la perfección que existan personas que sientan la fractura de España y que defiendan su unidad, pero no que alienten la violencia gritando a por ellos, ni que enarbolen símbolos franquistas o canten el Cara al sol, cuestiones que deberían estar prohibidas. Sobre esto último, me preguntaba sobre la inoperancia del gobierno sobre ciertas manifestaciones de clara vertiente fascista, y claro, la respuesta más evidente no es la de que el gobierno sea fascista, sino que tiene miedo de perder esos votos. Curiosamente, lo que hoy ha sucedido en Cataluña ha beneficiado a los dos partidos, al Gobierno y al Govern, porque ambos saldrán reforzados de cara a su electorado, incluso adquiriendo a más seguidores que no analicen con mesura la situación. Por cierto, tampoco defiendo el uso tan gratuito de banderas republicanas, ni que sean situadas en lugares oficiales, dado que si bien no representa ni mucho menos a una dictadura, su uso debería estar limitado a la petición de un sistema republicano, pero no presente en cualquier acto o manifestación a favor de otra causa, dado que solo enturbia el panorama en dos polos, dos polos que son herederos de la guerra civil, y que hasta que no sean superados por la ciudadanía, nos impedirán avanzar como una democracia justa y real.

Así pues, en muchos aspectos, se ha tratado de convencer a la población de que la independencia es la solución a todos los problemas derivados de la crisis económica que ha asolado nuestro país durante los últimos años y hasta hoy, pero sobre todo desde el sentimentalismo, desde lo emocional. Desde el sentido de que los catalanes por ser catalanes son mejores o más aptos que el resto de españoles, siguiendo con la ideología nacionalista, la ideología que, decía Baroja, se cura viajando. Y toda esta cuestión se encrudece cuando lo unimos al odio que levanta el partido que actualmente gobierna España, el Partido Popular, con el que se acaba identificando a todo el país. Un partido manchado por la corrupción, por lo que España es corrupta, un partido acusado de herederos del franquismo, de fascistas y, por tanto, de represores, y, por tanto, España es franquista, fascista y represora, un partido acusado de ser el origen de todos los problemas actuales, y por tanto, España es el origen de todos los problemas actuales para los catalanes. Un silogismo tan básico como absurdo. Pero que resulta creíble y sentimental. No hay ahora mismo políticos en las altas esferas que me resulten especialmente simpáticos, y en el caso catalán, prácticamente ninguno. Por eso, la mención a Oriol Junqueras es para reflejar cómo me parece encontrar en ese hombre un caso en el que no coincido para nada con sus palabras, pero me sorprende ver sus lágrimas hablando de la necesidad de ser independiente de España, unas lágrimas que reflejan emoción, sí, pero, ¿basada en qué?


Lo peor de todo el proceso es que no sé qué viene después, nadie se ha preocupado por analizar y reflexionar sobre las consecuencias. Si todo fuera posible con garantías, si se votara y saliera el sí a la independencia de forma vinculante y legalmente aceptable, ¿qué vendría después? ¿Lo sabe la ciudadanía? ¿Lo sabemos todos? Es decir, ¿qué implica la independencia? ¿Seguir en la UE? ¿Seguir en el euro? ¿Ser reconocida por la ONU? ¿La retirada de España de todo un fragmento de su cultura? ¿La reducción cultural de Cataluña o la manipulación de la historia? ¿La expulsión del Barça de La Liga y la retirada de todos los títulos obtenidos por catalanes a España? ¿La solución a los problemas económicos catalanes? ¿El perjuicio a la economía española por la pérdida de Cataluña? ¿El agravio de la crisis en todo el país, o en ambos países? ¿La supervivencia económica catalana frente a la bancarrota española, o viceversa? ¿El inicio de un proceso de ruptura de España, siguiendo con el País Vasco? ¿Una sensación de revancha de España con Cataluña que solo perjudicaría a los ciudadanos? ¿El inicio de la violencia o incluso de la mecha de otra guerra civil? ¿Un futuro mejor para todos? ¿Una España fascista, una Cataluña represora? ¿Una república catalana donde no existe corrupción, ni represión, ni fascismo...?

¿De verdad podemos considerar que las respuestas a todas estas preguntas pueden ser tajantes y absolutas sin reflexionar profundamente sobre ellas? ¿Debemos como ciudadanos aceptar que estos políticos, de uno y otro y otro lado, nos han representado fielmente para llevarnos a una situación mejor? Escoge bando, o sufre por todos


18:44

El desasosiego ideológico

El  no y el sí son breves de decir, pero piden pensar mucho.
Baltasar Gracián (1601-1658)

Vamos a ponernos en situación: dinámica de grupo por una entrevista de trabajo en la que los sujetos a prueba deben tratar de decidir una serie de puntos en común sobre las características que debería tener el empleado idóneo para la empresa. Tras un debate amable, concluye el ejercicio y el responsable de recursos humanos nos menciona un pequeño detalle: este tipo de actividad está pensada para que nunca se llegue a un acuerdo. Un comentario de apariencia trivial que esconde bastante acerca de cómo van las cosas en nuestra sociedad.

En un texto que escribí hace ya unos años señalé que vivir es una guerra diaria, un continuo conflicto. Parece más fácil posicionarse a un lado y disparar desde ese lado de la barrera que tratar de llegar a puntos comunes con los demás. Nos lo demuestran de forma continua nuestros políticos, nos lo demuestran las disputas por la educación, los conflictos sociales en torno a festividades, a diferentes eventos, hasta los programas de televisión o el deporte. Acaba por formar parte de nuestra identidad: yo soy de A, tú eres de B. Y por eso, no estamos destinados a llevarnos bien. No podemos convivir.

 Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío de Madrid (1814), de Goya
A los extremos les cuesta comprender que haya personas entre medias, personas que respetan los puntos A y B y buscan otra salida. A modo de ejemplo, con un tema polémico, vamos con la tauromaquia. A varios antitaurinos les cuesta comprender que haya personas no ya taurinas, sino que les dé igual o que digan que respetan ambas posturas. A los taurinos les cuesta comprender que haya quien quiera acabar con lo que les gusta y, más aún, que haya tantos que no les defiendan cuando se trata de una tradición tan nuestra. No sé, a veces pienso en lo fácil que sería tratar de lograr que la vida para los toros fuera apacible y pacífica, que no muriesen de esa manera en las plazas de toros ni todo se erigiera por reglas que de milenarias parecen prehistóricas por su brutalidad, pero sin perder quizás esa parte de misterio y extraña belleza del toreo. Torear sin muerte, sin sangre. No sé si será posible, pero todo sea por dignificar la vida del animal y por dejar parte de la barbarie sin perder algo que, por mal que nos pese, en efecto ha inspirado a muchos.

Pero a veces las cosas llegan a unos extremos grotescos, cuando la lucha por una ideología puede dejarnos caer en la atrocidad. Ha sido tristemente célebre el caso de Adrián, un niño de 8 años enfermo de cáncer que expresa su deseo de ser torero y que, por ello, no solo es criticado, sino que se convierte en punto de mira de algunos antitaurinos que le desean la muerte, que no se recupere, como si sus ideas valieran la vida de otra persona o acaso ellos estuvieran cumpliendo ahora lo que decían a los 8 años. Cuando García Lorca fue fusilado en 1936 la excusa del régimen franquista fue una especie de rencilla por su homosexualidad. Quizás hoy en día la excusa que hubieran ofrecido otro sector de población sería que le gustaban los toros. Por cierto, que la muerte de un torero amigo suyo inspiró uno de sus grandes poemas: Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935). A ver si esta comparación sirve para reflejar las tonterías que nos pueden llevar a cometer la defensa extrema de nuestra ideología. 

Plaza de toros Las Ventas (Madrid), fotografía propia
Y muchos se preguntarán: ¿y tú? ¿Taurino o antitaurino? Porque la necesidad de etiquetar es más importante que la reflexión tranquila y argumentada. Fácil: no he ido nunca a una corrida de toros ni iré, no me atrae, me repele. Pero también sé que hay un sector de la población, creo que cada vez menor aunque desconozco los datos, a las que le atrae, también sé que por mucho que nos pese forma parte de la imagen de España y que sus aficionados, ante el ferviente movimiento contrario, se vuelven cada vez más airados por defenderse. Por eso creo que tratar de alcanzar algún punto en común sería lo idóneo; en muy pocas ocasiones lo he escuchado mencionar en alguna noticia al respecto, pero parece que la masas son inamovibles: o todo o nada. Pues sigan peleándose. Gane quien gane, al final será una imposición de un grupo sobre otro, y pierda quien pierda, seguirá sintiéndose moralmente superior al otro, porque ninguna aceptará nunca que el otro tiene razón, la tenga quien la tenga.

Sucede de forma similar con cada 12 de octubre sobre el debate eterno en torno a qué celebramos o si hay que celebrar algo. Vamos a tratar de elaborar una comparación particular: cuando Andrés aún no había nacido, su abuelo, un hombre desquiciado, asesinó a ocho personas de forma violenta en el pueblo, hoy Andrés tiene cincuenta años, nunca conoció a su abuelo, pero aún la gente del pueblo pasa murmurando delante de la puerta de la casa familiar, los niños le siguen apodando el asesinito a pesar de su edad y muchas mañanas aparece aún pintada su casa. O sigamos con el caso similar de la protagonista de la película Tenemos que hablar de Kevin (Lynne Ramsay, 2011). O con lo que nos muestra parte del argumento del anime Naruto, por irnos a algo más popular: un niño rechazado por la sociedad, estigmatizado por contener una criatura en su interior que antaño asoló a la población, a pesar de que el niño no solo no tuvo culpa de nada, sino que también lo perdió todo en aquel fatídico ataque a la Villa. Es fácil posicionarse aquí a favor de personajes inocentes. Como es fácil cada 12 de octubre culpar a los españoles del siglo XXI del genocidio indígena cometido a lo largo de la conquista de América desde nuestra llegada al continente a finales del siglo XV, a pesar de que España perdió su última colonia hace ya más de un siglo, en 1898.

Monumento a Colón (Madrid), fotografía propia
Un momento, esta defensa es también absurda, porque lo lógico sería pensar así y decir (como se defiende tanto): eh, que mi abuelo no se fue a América, sino que fueron los que se quedaron allí, etc. Pero esto es erróneo, dado que desde el punto de vista de los que rechazan la denominada Fiesta Nacional, no se trata de que los españoles actuales cometieran ese genocidio, sino que los españoles actuales... ¡lo están celebrando! Por cierto, que no paro de mencionar a los "españoles actuales" cuando los que critican la Fiesta Nacional también son españoles... pero hay también cierto rechazo al sentimiento patriótico por evidentes razones históricos y posicionamientos ideológicos, aunque eso es otro berenjenal. 

Aquí se entrecruzan defensas de dos sectores: los que esgrimen el genocidio, la defensa de las culturas indígenas desaparecidas, que no se puede celebrar un "descubrimiento" de algo que ya existía, los que consideran que no hay motivo de celebración por todo lo que se perdió y por todos los muertos y, en la otra parte, los que señalan que hay mucha leyenda negra, que los ingleses fueron peores dado que además en los españoles se dio el mestizaje y la supervivencia de muchas culturas indígenas han sobrevivido gracias a ello, que muchas muertes se produjeron por epidemias, que los pueblos indígenas no eran el reflejo idealizado que se nos ha ofrecido generalmente, que el "descubrimiento" es tal porque supuso el descubrimiento para Europa de un continente hasta entonces desconocido, al menos de forma fidedigna. Después hay quienes apuestan por cambiar el orgullo por ser español o el Día de la Hispanidad a otra fecha que no tenga envuelta tanta polémica, y también vienen críticas. Y así prosigue la discusión con noticias sobre el día de hoy en plazas de pueblos, barras de bares y redes sociales sustitutas de todo lo anterior. Pues yo creo que cada país tiene su parte para sentirse orgullosa igual que para despreciar sus defectos (y tratar de arreglarlos, que no se trata solo de expresarlos), pero que no pasa por ser simple casualidad. 

Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (1888), de Antonio Gisbert
Naces en un sitio y decides que es el mejor sitio del mundo y que te sientes orgulloso de haber nacido ahí, a pesar de que, bueno, podías haber nacido en cualquier otra parte del mundo. Pero tampoco es para sentirse mal. Quien quiera ser feliz así, ¿por qué no va a ver todo lo bueno que tiene España? Lo tiene. Es cierto que también lo tiene malo, resulta evidente. Y no se trata aquí de lanzar un mensaje optimista y positivo de que hay que fijarse solo en lo mejor de lo mejor, porque eso nos cegaría de tener una visión crítica. Pero también hay que saber ponderar nuestra actitud y no dejarnos llevar por la corriente de cualquier ideología endocéntrica. A veces tratamos de imponer a nuestros conciudadanos unas reglas de juego demasiado estrictas, donde todo se mide en grado milimétrico y cuando la balanza cae ligeramente hacia un lado, vienen las críticas del otro, y viceversa.

¿Se puede ser crítico sin ser ofensivo? ¿Se puede debatir logrando que todos pongan de su parte para alcanzar un acuerdo? ¿Se puede ofrecer una visión sosegada y respetuosa hacia los demás aunque sea contraria? Sí. Pero, ay, cuánto cuesta encontrarlo.

0:59

Cuestión de calidad... o gusto

Hace varios años, cuando era adolescente, el mundo cultural me parecía mucho más sencillo que con la perspectiva que he ganado con el tiempo. En gran medida, cuanto más he aprendido de la literatura a través de mi carrera y de mis lecturas, mejor he podido percatarme de los parámetros que marcan la calidad de una obra literaria, aunque también he aprendido que esos parámetros depende del enfoque con el que estudies o analices determinada creación. Pero en ese estudio, que generalmente rehuye lo subjetivo para buscar la objetividad "científica" (si acaso existe), siempre, a lo largo de todos estos años, se ha desechado cualquier valoración personal e intrínseca de la persona y, a la vez, se han vapuleado todo lo que se ha denominado de forma artificiosa como mala literatura, generalmente desde cierta tendencia elitista.

Cuando me detengo a contemplar el cementerio de obras que esos comentarios han dejado a su paso, me he dado cuenta con qué facilidad se han finiquitado gran parte del tipo de novelas que me incitaron a continuar por el camino de la literatura, a prender la llama del interés por saber más, por conocer más, por leer más. En cierta forma, esos libros se convirtieron casi en un vicio inconfesable, a pesar de que me habían proporcionado horas de entretenimiento, de cierto ejercicio mental, comprensivo e imaginativo. Todo se reducía finalmente a los bodrios y a la literatura digna. Y en gran medida el corazón de mi yo adolescente se sentía adolecido. Aunque, en el fondo, siempre he comprendido que esas personas que hablaban desde el estrado tenían razón. Al menos, a medias...


Quizás por todo ello, quizás también por mi carácter, he perdido el entusiasmo que caracteriza a un fan por aquello que le gusta. Tampoco es que lo llegara a ser antes, la verdad, pero algo había. Me contento ocasionalmente con poder ver un libro firmado, con acudir a algún concierto, con hacer determinadas cosas pero sin esa sensación de manía persecutoria. Sigo rehuyendo al final de los últimos lanzamientos y estoy actualmente inserto en una vorágine de lecturas que se corresponden a los titulados clásicos, esa buena literatura. Y disfruto, ese factor no se ha perdido. He encontrado el placer en leer tanto a Galdós como un romance medieval, en divertirme con el ingenio de Quevedo o sentir un escalofrío al leer a Cernuda. Incluso dentro de este mundillo siempre reivindicaré cual fan enloquecido a un poeta tan olvidado como Vicente Aleixandre. Pero todos estos grandes nombres no me impiden repasar la estantería de mi casa y ver esos títulos malos, esos bodrios y sentir la tentación de perderme en sus páginas. De buscar la misma evasión que muchos otros lectores en el mundo. Y encontrar que no todo es tan oscuro ni todo es tan blanco.

Mi conclusión es ecuánime y aristotélica, moderada en cierta forma. A mi forma de ver, existen dos ejes, dos ejes muy evidentes y que suelen provocar la confusión de muchos lectores que tratan de puntuar una lectura. Son dos ejes que rigen el análisis personal de una obra: el eje de la calidad y el eje del gusto. Si somos lectores entrenados (rehuyo decir buenos lectores, eso queda relegado para quienes piensen que existen los malos lectores), seremos capaces de discernir cuándo una obra es buena y cuándo mala dentro de determinados parámetros (la comparación con otras novelas similares, su aportación al mundo literario, su inclusión con la tradición, su influencia en obras posteriores, su estructura, su capacidad expresiva...), pero también de saber si nos ha gustado o no a pesar de sí misma. Porque sí, podemos reconocer que una novela no es una obra maestra y, sin embargo, también que hemos disfrutado mucho de ella. Porque no, no todos los libros (ni películas, por cierto) son obras maestras y, mucho más importante, tampoco lo pretenden.


Quizás por eso no me complacen aquellas críticas que se pasan de frenada, aquellas que no son capaces de valorar nada positivo de una obra (aunque seamos sinceros, también hay obras que no hay por dónde cogerlas) o, por contra, que no son capaces de observar ningún defecto en su visión positiva e idealista de un libro. Cuando repaso algunas lecciones (y me refiero a lecciones inconscientes) que me han dado determinados profesores, me he percatado de un hecho curioso: el profesor que me hizo enamorarme del Quijote, ante el cual mostraba también un gran entusiasmo, fue también la misma persona que me hizo observar sus defectos, porque los tiene, y eso no resta valor ni importancia a la obra. 

Hace poco comenté en una reflexión que a cualquier lector podría gustarle o no esta célebre obra española, pero por mucho que se empeñe, no podrá negar su calidad, al menos no dentro de los parámetros de su época o de su influencia, o incluso de haber sido en muchos casos la primera obra en reunir unas características tales como para considerarla la primera novela moderna. En efecto, te podrá no gustar por mil motivos, pero resultará difícil (sino imposible) defenestrarla como obra literaria. Por cierto, también es frecuente encontrar entre los motivos para que no te guste algo, no haber alcanzado una interpretación satisfactoria de lo que lees, es decir, un cierto grado de incomprensión bien porque sea intrínseco a la obra (que esta sea difícil de por sí o que su desarrollo sea nefasto), bien porque no se cuenta con la requerida preparación (porque no nos engañemos, hay muchos libros cuyas claves residen en cosas extraliterarias, por lo que resultará imposible que nos guste sin dominar esas claves).


Sobre esta cuestión aquí desarrollada, digamos mi teoría de los ejes de calidad y gusto (que es un nombre extravagante, pero muy al caso), me gustaría resaltar dos aspectos. El primero tiene relación con los prejuicios literarios. El segundo, con la educación literaria. En el primer caso, un repaso a la historia literaria nos hará ver cómo obras que tuvieron éxito en su momento han podido ser olvidadas o pasar por épocas de "oscuridad" hasta ser recuperadas con posterioridad, así como obras que fueron machacadas por la crítica de su momento y después han gozado de un prestigio inaudito, lo que demuestra que en muchas ocasiones los parámetros de calidad (el canon) no tienen la razón absoluta. En cierta forma, me gustaría aquí reivindicar una situación que, creo y espero que sea así, está variando en los últimos años: la situación de los conocidos como géneros menores, tales como el género negro, la fantasía, la ciencia ficción y algunos otros, que siempre han sido mirados con ciertos desprecio

Como pasa en todos los casos, existen obras buenas y malas, algo que no podemos dudar y que, reitero, sucede en cualquier género, pero denigrar toda una serie de obras por pertenecer o adherirse a un género, es un prejuicio que impide ver más allá de las etiquetas y, por tanto, alcanzar una valoración justa. Especialmente cuando lo hacemos en un eje de calidad, suponiendo que toda la ciencia ficción es mala per se, cuando en verdad se trata de un gusto personal: no me gusta la ciencia ficción. Pero ojo, caer en el movimiento centrípeto de leer un único género o tipo de literatura de forma exclusiva es igual de pernicioso, porque al final no crecemos como lectores, sino que nos enclaustramos. En relación a toda esta cuestión, también resulta ridículo ver cómo hay personas que opinan por tendencia, aún sin haberse acercado a la obra que critican o, peor aún, sin tener un criterio personal sobre la misma. Por eso, prefiero no opinar nunca sobra una obra que no he leído con mis propios ojos.


El segundo punto tiene relación a mi pensamiento sobre la educación literaria, que no desarrollaré aquí de forma completa, pero quisiera marcar un punto esencial. Creo que el sistema generalizado, en el que yo me eduqué y que por experiencia ha sido el mayoritario para muchos (¡ojo, me baso en datos de mi propia investigación de TFM, así que no me invento nada!) está equivocado. El sistema se basa en convertir la lectura en una obligación, pero considerando que "x" obras son las adecuadas para todos los alumnos, independientemente de su individualidad (esto es, sus gustos personales, su forma de ser, su nivel como lector). 

Y aquí entra un aspecto aún más nefasto: hay determinados alumnos que comienzan a ser lectores gracias a los bodrios que antes mencionábamos y eso puede conducir a un rechazo por parte del profesor (no voy a generalizar, espero y deseo que ya haya profesores de todo tipo, aunque esta situación la viví personalmente). Un rechazo que puede partir del desconocimiento ante toda una serie de obras por caer, de nuevo, en las etiquetas y, sobre todo, en la incapacidad para comprender que algo de tan poca calidad pueda gustar o servir de puente hacia otras lecturas a nuestros jóvenes. En este caso, creo que el rechazo a lo que a ellos les gusta puede llevar posteriormente al rechazo de lo que nosotros proponemos (o peor, obligamos).


En lugar de eso, la opción que prefiero es la de trazar líneas, puentes, hacia otras lecturas. En un ejercicio de literatura comparada, intentar unir lo que a ellos les gusta (eje del gusto) con lo que nosotros consideramos que se relaciona con ese gusto y que es de calidad (eje de calidad), otorgando no una, sino varias opciones. Eso supone un trabajo por parte del docente, lo admito... ¿pero acaso debe existir un profesor de literatura que no sea capaz de tener tales recursos, de llevar a sus espaldas cientos de lecturas o, al menos, conocerlas? Aquí corto, que como decía Michael Ende, esto es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

En definitiva, lo que he tratado de reflexionar con vosotros es sobre esas tendencias a calificar o descalificar toda una serie de obras sin encontrar lo positivo o negativo que puede haber en ellas. Sé que a veces gusta encontrar una irónica y satírica crítica sobre algunos libros o películas, sobre todo porque esa crítica se convierte en un tipo de lectura muy atractiva y, en ocasiones, inteligente, pero cuando nos propongamos evaluar seriamente una obra, debemos tomar una decisión: ¿será cuestión de calidad, de gusto... o de ambas? En ello radicará nuestro enfoque.

Y ahora os pregunto, ¿cuál es vuestro enfoque a la hora de valorar una obra?

Un libro no existe en tanto alguien no lo lea. Y nunca nadie lee el mismo libro.
Ana María Matute

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El falso orgullo de la pluralidad lingüística

1. El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla. 
2. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en sus respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. 
3. La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.
(Artículo 3 de la Constitución española de 1978)

La existencia de la pluralidad lingüística en España es evidente: castellano, gallego, euskera y catalán conviven en el territorio nacional junto a todos sus dialectos, incluyendo además los casos menos reconocidos, como el aragonés o el asturleonés. De manera oficial, como muestra el artículo 3 de la Constitución española, España se enorgullece de esta pluralidad, que forma parte así de su patrimonio cultural y debe ser respetado y protegido. Pero estamos de nuevo ante una versión oficial frente a una situación real.

Siendo claros, es mentira que toda España sea plural, sino que determinadas zonas del territorio español tienen más de una lengua, es decir, son comunidades bilingües, una cuestión que enriquece lingüística y culturalmente a quienes lo son. El problema reside en cuando este motivo de orgullo se convierte en arma política, dejando de ser una cuestión cultural para empezar a dividir, cuando realmente las lenguas, como medio de comunicación, deberían servir para unirnos más.

Cuando nos acercamos al estudio de la situación lingüística del país, se nos refiere esta necesidad de orgullo y enriquecimiento que supone la diversidad lingüística, pero la falacia es patente: nos piden ser felices con algo que, por sí mismo, no nos produce ninguna felicidad. Esta situación es especialmente evidente cuando no somos practicantes de esa variedad, cuando realmente nos resulta ajena y cuando, por la inoportuna acción política, nos parece siempre un objeto de discusión y no un bien preciado.

Mapa "Dialectos del castellano y otras en lenguas en España", de Martorell, recogido en Lenguas y dialectos de España (1994), de Pilar García Mouton. Editorial Arco Libros: Madrid. Disponible bajo licencia CC BY-SA en Wikipedia.
No faltan en este ardiente debate numerosos errores de nomenclatura, vagas definiciones que no se corresponden con la realidad y donde prima más la subjetividad que el auténtico rigor. Hay incluso quien llega a afirmar que el catalán es un dialecto del castellano, denotando que no conoce el auténtico significado de dialecto y si acaso se puede seguir hablando de dialectos con tanta ligereza. Surge aquí el mismo problema que con términos que se han quedado anclados en el imaginario colectivo, pero que siempre son origen de debate entre los estudiosos: ¿es válida, por ejemplo, la denominación generación (del 98, del 27...)? Actualmente, la mayoría señala que no, pero que cumple una función pedagógica clara, gracias a lograr clasificar un periodo literario. Quizás lo mismo sucede con el término dialecto

Nos resulta más sencillo encorsetar fronteras lingüísticas en un mapa, cuando la realidad es que esas líneas son realmente vagas. De la misma forma que ninguna persona se acostaba medieval el 31 de diciembre de 1491 y se levantaba renacentista el 1 de enero de 1492, no existe una diferencia total entre una de esas líneas dibujadas en el mapa. Incluso es más: tampoco dentro de los territorios hay un habla común. Centrándonos en Andalucía, por ejemplo, podemos observar gracias a los estudios que se realizaron en los años 60 con el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA, para los amigos, y en adelante) que existe diversidad en la comunidad autónoma, que hay diferencia entre un almeriense y un sevillano, o que existe una frontera lingüística entre la parte occidental y oriental. Y aún así, siempre hay excepciones, porque siempre las hay

Incluso podemos percibir cómo de anticuado se ha quedado el estudio, realizado en una época donde la televisión no era aún de masas, y más si tenemos en cuenta que el objetivo era encontrar a personas que tuvieran poco o ningún contacto con la televisión, que no hubiera viajado y que fuera lo mayor posible. Pero aún su valor es incalculable y nos ofrece datos muy interesantes, aunque estos no sean el tema primordial de este artículo.

Mapa 1822 del ALEA donde se muestra la división en la preferencia entre ustedes y vosotros
La línea que nos muestra el mapa 1822 poca relación tiene con una frontera política y aún así tan solo nos ofrece la idea de una realidad gramatical y léxica (con algunas diferencias fonéticas), distantes aún de los resultados que arrojan otros mapas. Esto nos sirve de ilustración para desmontar el mito de los dialectos como compartimentos aislados. En estos casos prefiero referirme al continuum dialectal, a una gradación geolingüística donde hay zonas puras de ciertos fenómenos contrarias y zonas mixtas.

Ahora bien, ¿es el catalán o el gallego un dialecto del castellano? No, en ningún caso. Ni, obviamente, el vasco o euskera, una lengua cuyo origen sigue siendo enigmático y también objeto de debate, pero que dista de ser románica como las otras tres mencionadas. El castellano junto al catalán y el gallego sí son dialectos históricos, pero no del primero, sino de otra lengua: del latín. Las tres son distintas evoluciones del latín y, por tanto, lenguas romances o románicas, como sucede con el italiano, el francés o el rumano. Por ello tienen tantas similitudes, aún más si recordamos el continuum antes mencionado. 

Muchos recursos del catalán, por ejemplo, se asemejan a la evolución francesa, italiana o gallega antes que a la castellana, por distintas razones diacrónicas que poca relación tienen con la situación sincrónica actual de cualquiera de estas lenguas; es decir, que todas ellas evolucionen desde el latín con diferente resultado no tiene relación con su estatus actual en cuanto lenguas independientes, pero hermanadas. No en vano, y siguiendo el símil familiar, castellano, catalán y gallego son lenguas hermanas, hijas de una misma madre, el latín. Por tanto, son lenguas y no dialectos entre sí. Aún más, las lenguas necesitan de cierta resistencia política que, de no existir, merma su existencia, como podemos comprobar con los casos del asturleonés (y bable) o del aragonés, casos especiales en los que no nos detendremos ahora.

La evolución histórica, relacionada con la conquista del territorio peninsular por parte de los reinos cristianos, propició precisamente la expansión del gallego-portugués por toda la costa atlántica (de ahí las semejanzas entre el gallego y el portugués, de la misma raíz común, aunque con el tiempo más distanciadas en la forma), del catalán-valenciano-balear por la costa mediterránea y las islas y, finalmente, del castellano en una expansión en forma de cuña desde el norte hasta el sur, ocupando lo que hoy conocemos como Andalucía. 

Portada del Libro de alabanças... (1574)
Por otra parte, como hemos comentado con respecto al gallego, también el catalán tiene sus propias variantes, pues como he podido observar y escuchar por parte de hablantes de esta lengua, existen diferencias entre el valenciano, el ibicenco, el mallorquín o el catalán (entendidos todos como variantes que recogen el nombre geográfico: de Valencia, de Ibiza, de Mallorca, de Cataluña). Incluso esta ha ocasionado debates internos: ¿es el valenciano una lengua o se trata de un dialecto del catalán? ¿Por qué se conoce como catalán al catalán y no como valenciano? Etcétera. Debates en el que, por desconocimiento, no entraré. Solo puedo atestiguar que la antigüedad de este tipo de debates ya estaba presente en el siglo XVI, como muestra el Libro de alabanças a las llenguas hebrea, griega, latina, castellana y valenciana (1574), de Rafael Marti de Viciana.

Regresando finalmente al tema central, tenemos aquí numerosos debates, pero la realidad es que convivimos en un territorio donde se manifiestan diferentes lenguas, con una común en todo el territorio y otras que solo están presentes en determinadas zonas y/o comunidades. En estas últimas, se realizan políticas lingüísticas para defender, instituir y fomentar el idioma que consideran propio, con toda su legitimidad, pero esto crea discrepancias que van contra la pluralidad lingüística (elemento tan defendido en la teoría).

No estamos faltos de anécdotas de usuarios que se encuentran con una especie de muro lingüístico cuando emplea el castellano en algunas de estas zonas, últimamente y especialmente sucede con Cataluña. Personalmente, tengo una vivencia personal similar. Y resulta extraño ese muro, ese orgullo de responder en un idioma distinto cuando se es bilingüe, pero no es una cuestión lingüística, sino que depende en muchas ocasiones de la educación o, incluso, de la ideología de la persona en concreto. También se pone el ejemplo de que esto no sucede con un turista extranjero (inglés, alemán, etc.), lo que nos da señas de que no se trata de una circunstancia lingüística, sino de algo relacionado con política y sociedad. No podemos recurrir a estos argumentos para hablar mal de un idioma o para degradarlo. Aún menos en un país que defiende en su Constitución respeto y protección para todas sus lenguas. Y eso incluye también a los cargos políticos, de cualquiera de las partes. Sobra recordar algunas de las declaraciones que tanto daño social causan empleando ideas lingüísticas (o incluso tópicos rancios) como armas.

Llibre del fets
¿Cómo solucionar esta visión tan errónea de nuestra riqueza lingüística? Mediante aplicaciones políticas lingüísticas, algo que se ha llevado a cabo en las comunidades bilingües, pero no a nivel estatal. Las resoluciones a nivel estatal son algo irrisorias, pues no atienden a la realidad diaria, sino a gestos en mucho caso decorativos.

Puede resultar una utopía, pero quizás una solución viable, que desde aquí propongo personalmente, sería convertir a España en un país plural lingüísticamente en todos sus territorios. Por ejemplo, en un país multilingüe resulta curioso que no se ofrezca gratuitamente o de manera institucional una enseñanza en esos idiomas, ni siquiera la opción. Si se ofreciera, si el catalán, el gallego o el vasco entraran en la vida de castellanos, andaluces, madrileños, extremeños, etc., quizás la visión de los ciudadanos cambiaría, porque estos idiomas comenzarían a ser suyos, y ellos mismos serían plurales. Promocionarlas, enseñar en ellas y, no hacerlas globales, pero sí estatales. 

¿Cómo podría mejorar esta propuesta la situación actual? Si, como se defiende, la pluralidad es riqueza y nos ofrece una mejor visión del mundo y de la cultura, que esto sea accesible para todos solo permite el enriquecimiento y acabaría con las diferencias de trato hacia los idiomas, pero también hacia una situación social de división. Además, seríamos capaces de acercarnos a obras en su idioma original, como la épica valenciana de Tirant Lo Blanch, las poesías gallegas de Rosalía de Castro o la considerada primera novela en euskera, Peru Abarca, de Moguel. O acercarnos y entender mejor grupos musicales que usan estos idiomas, ganando además en impacto al abrirse a más oyentes que los comprenden (aunque en muchas ocasiones la calidad musical no la requiera).


Sin embargo, la preferencia es buscar un espacio de diglosia, de cierto racismo lingüístico, sea de una o de otra parte. Dividir en vez de enriquecer. La elección de un único idioma en un territorio donde conviven hablantes de distintas lenguas es reducir un mundo que ofrece muchas posibilidades.

Y dejar de emplear una lengua como arma.

Lo bueno en los grandes poetas de todos los países no es lo que tienen de nacional, sino de universal
Henry Wadsworth Longfellow

Nota final: Los comentarios están abiertos al debate, pero siempre de forma educada y razonada. No se aceptarán insultos u ofensas. 

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